residentes que ayudaran (la primera residente, Ellen Foot, ingresó dos años más tarde), la compensación económica era inadecuada y
los cirujanos, a quienes habría que imaginar como unas “Prima Donna”, difícilmente aceptaban que estos médicos al frente de la
máscara de los gases, pudieran ser verdaderos colegas.
La Segunda Guerra Mundial ejerció una influencia definitiva en el ejercicio de la anestesia, pues aunque el trabajo se incrementó
notablemente pues los hombres marcharon al frente de batalla, al regresó hubo un incremento de solicitudes para residencia (en 1948
ya tenían dieciocho médicos entrenándose en el programa de Columbia), y la anestesia eran ya entonces administrada por más
médicos que por enfermeras.
En cuanto a los cirujanos, los de más edad se habían acostumbrado en el pasado a dar ellos mismos el anestésico. Creían pues que
tenían la información sobre lo que mejor le podía funcionar al paciente, así que la labor de concientizaciòn la tuvo que hacer Apgar con
los cirujanos jóvenes, que tenían una mentalidad más abierta. En cuanto a los honorarios, un anestesista (como denominaban a los
anestesiólogos de la época), no podía cobrar, así que recibían algo de lo que el hospital cobraba por derechos de sala.
Podríamos imaginarnos a la acelerada doctora, en su lucha por rescatar su especialidad de la especie de lodo en que se encontraba,
con su hablar muy rápido que describieron unos residentes de anestesia en la fiesta de graduación, con letra adaptada a un ritmo
popular en Norte América:
El único consejo que te puedo dar
si es que puedes aprender el truco
es que hables tan rápido como yo
así que nadie te pueda contestar.
Aunque algunos dicen que hablo muy rápido,
yo les sostengo que están equivocados
porque puedo decirles el doble de cosas
y me gasto sólo la mitad del tiempo.
Apgar aspiraba a formar un Departamento de Anestesiología, no una simple División, con especialistas médicos y residentes,
reduciéndole poco a poco el campo a las enfermeras anestesistas, quienes eran pacientes, dedicadas y técnicamente hábiles,
característica considerada especial del sexo femenino. Esto lo logró, más no la deseada Dirección del Departamento, quien la ocupó
meses más tarde el anestesiólogo del Bellevue, Emmanuel Papper.
Esto llevó a la doctora Virginia a dedicarse a la anestesia obstétrica. Estando dedicada a estos menesteres, alguna mañana de 1949
durante un desayuno de trabajo, un estudiante que rotaba por anestesia dijo algo en relación con la necesidad de tener un método de
valoración de los recién nacidos. “Eso es fácil, te mostraré cómo se hace” dijo Apgar, anotando los cinco puntos de lo que sería el
famoso método en un pedazo de papel que encontró sobre la mesa. Acto seguido se dirigió a Obstetricia, para poner en práctica la
idea que había tenido.
En 1938 fue nombrada Directora de la División de Anestesia en su “Alma Mater” de Columbia, donde continuaría como anestesista
adscrita la que habría de ser una brillante carrera. El trabajo era abrumador y la parte económica no mejoró demasiado; además era
difícil mantener la autoestima cuando tanto cirujano de postín consideraba la anestesia un trabajo para enfermeras, y aquello
significaba que los anestesiólogos médicos no eran considerados iguales. Durante la guerra, muchos especialistas en anestesia
debieron partir para asistir a los cirujanos militares, así que la carga de trabajo clínico se aumentó para Apgar, a pesar de que ya
tenía la ayuda de la doctora Ellen Foot como residente. Al finalizar la conflagración mundial, se generó un renovado interés en la
anestesia, por lo que en 1945 por primera vez ocurrió que el material anestésico fuera administrado por un número mayor de médicos
que de enfermeras anestesistas, y tres años más tarde ya había el increíble número de 18 residentes de la especialidad en el
programa de Columbia.
A medida que esto ocurría, fue necesario iniciar varias luchas; una muy difícil fue la de lograr que se reconocieran honorarios al
anestesiólogo (cosa que hoy día no se discute), necesitándose inclusive por ley especialistas certificados para poder suministrar los
gases en el quirófano. Al finalizar la década de los cuarenta ya se había logrado arreglar el problema de los honorarios, pero siempre
a discreción del cirujano de cabecera; antes de que esto sucediera, se les estuvo reconociendo alguna parte de lo que el paciente
pagaba por cargos de sala quirúrgica, para que pudieran correr con un mínimo de gastos.
Otro logro fue el de constituir un departamento independiente de anestesia, además de hacer investigación clínica; en esto la doctora
Apgar tenía alguna experiencia, aunque no mucha, y además no disponía de tiempo debido a la sobrecarga de trabajo. Cuando
faltaban pocos meses para la creación del Departamento, como Director se nombró al médico anestesiólogo Emmanuel Papper (quien
procedía de Bellevue y tenía una buen entrenamiento en investigación); tanto él como la doctora Virginia fueron nombrados profesores
titulares de la materia en Columbia, por lo que Apgar se convirtió en la primera mujer en esa escuela de medicina que ostentara ese
título.
Aunque no logró la jefatura, la anestesióloga logró liberarse de muchas cargas administrativas y entonces resolvió dedicarse a la
anestesia obstétrica, un área descuidada que fue mejorando con ella, así que se volvió rotación obligatoria de los residentes; el riesgo
de bronco aspiración era alto en las maternas, pues el ciclo propano se daba por máscara para las cesáreas, aún en caso de que la
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