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VIRGINIA APGAR: PERFIL BIOGRÁFICO

Algún día del año 1949, un grupo de médicos y alumnos se encontraba tomando el desayuno en la cafetería del Hospital Columbia-
Presbyterian en NuevaYork, cuando un estudiante (quien rotaba por anestesia) comentó que hacía falta desarrollar un sistema de
valoración del recién nacido. La anestesióloga Virginia Apgar, quien se encontraba entre los concurrentes, respondió: “Eso es fácil, se
puede hacer de la siguiente manera”; y acto seguido cogió de la mesa un pedazo de papel y escribió los cinco temas de lo que más
adelante se convertiría en el famoso puntaje de evaluación del neonato que conocemos como el “Apgar”. Se levantó entonces y se fue
al servicio de obstetricia para ensayar de inmediato la escala de valoración que acababa de ocurrírsele. En 1952, hace cincuenta
años, presentaría sus experiencias en un congreso internacional de anestesiología.

Esta anécdota fue contada en 1980 por el médico Richard Patterson, presente en el famoso desayuno; hace parte del material
biogràfico de Selma Harrison Calmes, profesora de anestesiología en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), sobre su
colega Ginny Apgar. Calmes es la principal biógrafa de esta sobresaliente, valerosa y peculiar mujer.

Virginia Apgar (1909-1974) fue ante todo una mujer excepcional. Nacida en Westfield, Nueva Jersey su niñez quedó
marcada por las veleidades científicas de su padre, quien incursionó en la astronomía con su telescopio artesanal y
se interesaba en la inventiva (experimentado con electricidad y ondas radiales) en un laboratorio que mantenía en el
sótano de su casa; hasta llegó a publicar tal cual experiencia sobre el planeta Júpiter. Pero los ingresos en casa de
su padre fueron más bien escasos. En cuanto a su relación con los médicos, esta estuvo determinada por la precoz
muerte de su hermano (falleció a los tres años de tuberculosis) o por las frecuentes visitas al doctor de otro ellos,
afectado por un eczema infantil que lo tornó un enfermo crónico.

Los jóvenes americanos tradicionalmente se pagan sus estudios, bien por la consecución de becas y préstamos, o
bien por desempeñarse en los más variados oficios. Apgar no fue la excepción, y así lo hizo mientras estudió en el
colegio Monte Holyoke (Massachussets), realizando gran cantidad de actividades extracurriculares como por ejemplo cazar gatos para
el laboratorio de zoología.

Tan pronto obtuvo su título de bachiller, se trasladó en 1929 a Nueva York, donde ingresó al Colegio de Médicos y Cirujanos de la
Universidad de Columbia, conocido por las siglas P&S (por Physicians & Surgeons).Tengamos en cuenta que en aquella época las
mujeres casi nunca terminaban sus estudios intermedios, mucho menos estudiaban medicina. Como para derrotar cualquier voluntad
que no hubiese sido la suya, pocos después colapsaba la Bolsa de Nueva York y se iniciaba la Gran Depresión americana, de manera
que la pobreza campeó rampante. No se amilanó, y obtuvo préstamos por cuatro mil dólares (que a la inflación actual sería una suma
infinitamente mayor), logrando graduarse en 1933, siendo la cuarta de su clase y habiendo logrado la membresía del importante grupo
académico Alfa Omega Alfa.

Ser una mujer médica era ya de por sí bastante raro, siendo casi imposible en esas circunstancias dificilísimas competir en un mundo
prácticamente exclusivo de hombres. Como decidió ser cirujana, ganó un apreciado cupo para hacer un internado quirúrgico en el
Columbia-Presbyterian, uno de los más afamados centros médicos de los Estados Unidos. Fue su jefe el eminente cirujano Alan
Whipple, quien la desestimulò para que continuara sus estudios quirúrgicos, a pesar de que su trabajo había sido brillante. Entre las
razones aducidas por Whipple, estaban las muy válidas de que cuatro cirujanas entrenadas por él habían fracasado económicamente,
y en aquellos tiempos de la Gran Depresión, la posibilidad de abrirse campo, incluso para un hombre, en aquella competida Nueva
York, era muy remota. Por otro lado Apgar no era rica, estaba endeudada y también soltera. Así que permaneció un tiempo en la
Gran Manzana, trabajando con enfermeras anestesistas; este era un tipo de profesionales que tradicionalmente se hacía cargo de la
deficiente medicación anestésica de la época; se les reconocía su habilidad técnica, su dedicación y paciencia. El doctor Whipple
admiraba la energía de la doctora Apgar, y consideró que una residencia en el incipiente campo de la anestesiología sería ideal para
ella; primero, porque era necesario desarrollar la especialidad para que la cirugía pudiese avanzar; segundo, porque se consideraba a
las mujeres especialmente dotadas para esta rama de la medicina.

La cirugía era entonces extremadamente competida en la ciudad de Nueva York, y la experiencia de escasas mujeres cirujanas que se
habían entrenado con Whipple, no había sido buena. Consideraba este profesor que las intervenciones quirúrgicas estaban
tremendamente limitadas por un deficiente proceso anestésico, por lo que se necesitaban profesionales que incursionaran en esta
especialidad. Así que en parte aconsejada por su maestro, y en parte porque la anestesia era como una dependencia de la cirugía -
no obstante se considerara labor de enfermeras-, al poco tiempo de trabajar en la Gran Manzana precisamente con una de estas
enfermeras anestesistas, logró vincularse (por seis meses) al Departamento de Anestesiología de la Universidad de Wisconsin, en
Madison.

Para encontrar esta posición en una de las trece instituciones americanas que ofrecían entrenamiento en este campo, ella tuvo que
escribir al doctor Frank McMechan, quien fungía como secretario de “Anestesistas Asociados de los Estados Unidos y Canadá”, la
organización más importante de la especialidad en el país; que insistimos, era básicamente una labor de enfermería. Por dificultades
de alojamiento, Apgar dejó este departamento dirigido por Ralph Waters y regresó al Bellevue Hospital de Nueva York, para laborar al
lado de Ernest Rovenstine, donde le tocó dormir en los alojamientos para las muchachas del servicio, lo que por primera le hizo
inscribir su queja en el Diario que llevaba.

En 1938, la doctora Virginia obtuvo al fin un reconocimiento, al ser nombrada “Director de la División de Anestesia y Anestesista
Adscrita” en su Hospital de Columbia. Era sólo una luz al final del túnel, ya que la carga de trabajo era apabullante, imposible conseguir
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